Este cuarto de siglo ha cambiado totalmente nuestra sociedad y nos hemos ido adaptando a las novedades de la misma manera que una rana se cuece en una olla al fuego. Y a mí hace ya tiempo que el agua de la olla me está quemando y me he dado cuenta de que la única solución, aunque queme más, es agarrarme al borde de ésta y saltar a fuera.
De manera que hace ya más de diez años cerré mi cuenta de Facebook, hace aproximadamente tres años hice lo mismo con Instagram y finalmente, hace un año, me despedí de Twitter que ya no era sino X.
Sigo en este proceso de alejamiento de las redes sociales, sin embargo, todavía no he conseguido abandonar YouTube y WhatsApp, por poner un ejemplo.
Recientemente, hice un viaje a Euskadi con un grupo de amigos, en todo el norte tuvimos mucha lluvia esos días y aquella zona no era una excepción, por lo que se hacía complicado caminar y disfrutar de los sitios para cualquier viajero.
Sin embargo, eso no parecía ser un obstáculo para una persona del grupo. El mal tiempo no iba a impedir que hiciera una buena foto de los sitios con los pintxos más de moda de Donosti o Bilbao, era necesario ir a probar una determinada tarta de queso de la que habían hablado determinadas influencers y lógicamente, antes de hincarle el diente, teníamos que hacer una foto muy bonita en la que saldríamos todos muy felices, a pesar de estar empapados y que me tuvieran que prestar unos calcetines secos.
Recuerdo su frase “si no hay foto, no hay viaje”. Hemos dejado de disfrutar la realidad de un viaje, para vivir en una red social.
Pero no es este el mayor problema de las redes sociales, cada una tiene su matiz. Facebook en 2004 parecía la herramienta perfecta para encontrar a viejos amigos y convertirse en un ágora en donde podrías hablar y compartir lo que quisieras con tus familiares. Sin embargo y como es lógico, todos subíamos solo aquellas fotos en las que parecía que éramos muy felices, estábamos de viaje o acompañados y después valorábamos quién le había dado un “me gusta” y quién no y cuándo lo habían hecho y si la persona que no había hecho clic en “me gusta” sí se lo había hecho a una publicación de otra persona con la que no nos llevábamos “tan bien”.
Mi cuñado es un buen armonicista y colabora con diversos grupos locales, luego sube las grabaciones a Facebook y YouTube para compartirlas y promocionarse. En una reunión familiar le dije que me había gustado su última interpretación, lo que era cierto. Sin embargo, en lugar de hacer cualquier comentario o darme las gracias, simplemente me preguntó ¿Y por qué no le diste un me gusta? A lo que le contesté que eso era precisamente lo que estaba haciendo. Si el comentario no se hace en la red social, no tiene el mismo valor, debe ser público para que sea valioso.
Facebook tardo poco en fomentar el contenido que crease controversia y discusión, las mentiras políticas, negacionistas y conspiranoicas de todo tipo se hicieron populares, sacando lo peor de todos nosotros.
Instagram nació como un lugar en donde podíamos compartir nuestras mejores fotografías y pasó de servir como escaparate a modelos y famosos a ser el escaparate de todos y cada uno de nosotros. Y es que la tentación es muy fuerte, “mira en qué sitio más bonito estoy, voy a hacer una foto sonriendo, a pesar de que estoy cansado, con una ampolla en el pie y quemado por el Sol y subirla a Instagram para darle rabia a Pepe que está trabajando” y Pepe, lo ve, y claro, le da rabia, así que hace lo mismo.
Bueno, qué más da, todavía me quedaba Twitter, un lugar en donde podía informarme de las noticias de manera inmediata y sin filtros interesados. Bueno, al menos, solo con los filtros con lo que yo estoy de acuerdo.
Y sí, todos tenemos derecho a expresar nuestra opinión, pero no todas las opiniones son iguales, esto tenemos que tenerlo muy claro. Yo puedo opinar sobre Crimea, por poner un ejemplo, un lugar que hace tres años ubicaba en el mapa con dificultad, pero mi opinión no tiene el mismo valor que la de un profesor de historia especializado en esa zona del mundo. Ambos podemos hablar, pero yo hablo sin conocimiento.
Sin embargo, esta democratización en la opinión nos iguala a todos, parece que todas las opiniones son igual de válidas, vengan de quién vengan. Es cierto que esto no es nuevo y ya en 1934 lo decía Enrique Santos Discépolo, creador del famosísimo tango Cambalache.
Vivimos revolca'os en un merengue
Y en el mismo lodo
Todos manosea'os...
¡Hoy resulta que es lo mismo
Ser derecho que traidor!
¡Ignorante, sabio o chorro
Generoso o [....]!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
Que un gran profesor!
Twitter se llenó de gente anónima que sacaba lo peor de si mismos y la plataforma decidió fomentar ese contenido.
Y quienes más lo sufren son los jóvenes y dentro de ellos, las mujeres. La presión a la que se ven sometidas para encajar en los estándares estéticos que se difunden en Instagram es enorme, nada es inocente, compiten por el número de seguidores y quien más tiene es más feliz, importante y popular, aunque su vida pueda ser superficial y pocos de sus seguidores la conozcan o sean sus verdaderos amigos.
A esto debemos añadir la gestión de las rupturas sentimentales. Antes de las redes sociales una ruptura era dolorosa, pero la información que podías recibir de la otra persona era limitada, los jóvenes en la actualidad se ven obligados a silenciar o dejar de seguir no solo a su expareja en todas las redes sociales, sino a los amigos de ésta.
La era de las redes sociales pasará y estoy seguro de que sus efectos en la salud mental serán estudiados, mientras tanto, lo único que podemos hacer es restringir su uso. ¿Qué es lo peor que nos puede pasar? Que no felicitemos a nuestra tía Mercedes por su cumpleaños, que no nos enteremos de las últimas declaraciones de un famoso de tercera fila o que nos perdamos el último viaje de la influencer de moda?
